El juego de los detectives era simple. Había que esconderse. Lo único que había que hacer era esconderse y que nadie te viera. Te veían y perdías.La plaza del trabajo de mi mamá era ideal. Funcionaba de estacionamiento y habían muchos árboles y muchos juegos y en realidad yo lo veía como muchas partes donde esconderse. No era un juego de moda. En realidad era un juego estúpido pero cuando uno es niño te gusta hacer cosas estúpidas porque así eres feliz. Y mi madre me dejaba jugar a eso.Mi compañero de juego era el Ariel. Ariel era de esos chicos que consiguen todo porque tienen mucha plata y son rubios. Y si eres rubio ya tienes la mitad de tu vida ganada. Y si tienes plata tienes pagada tu vida completa. Y es súper simple. Yo era el negativo de él y si estaba con él pensaba que se me pegaría algo de lo que él era. Era la esperanza que tenía.La primera vez que perdí fue porque había que dejarse perder. Quizás porque era la hermana de Ariel la que nos vio porque tenían que irse a casa. Ella era igual que Ariel pero en mujer. O sea, en niña. Pelo largo, ojos azulados, un olor característico. Tenía sólo siete años pero ya entendía qué era lo que me pasaba. Y no es que yo haya sido un niño adelantado ni nada, pero cuando te dejas perder en un juego, por más estúpido que sea, es por algo.Después de encontrarme con ella, mi mamá me llevó a casa. Cuando llegué abrí el refrigerador y saqué la última leche soprole en bolsa que quedaba. Me senté al lado de mi abuelo a ver la pelea de Martín Vargas con otro desconocido que era igual de flaco. Mi abuelo me decía que eran pesos mosca, que no es que volaran ni nada, que así se llamaba su categoría. Mi abuelo me había visto jugar a los detectives y también me creía estúpido. Le pregunté porqué Alí nunca había peleado con nuestro Martín y me dijo que Alí era un peso pesado y que sería un suicidio de nuestro Martín si peleara con él. Aparte, cada uno tiene que pelear en su propia categoría y no dárselas de grande.Al final ganó Martín mientras el Caupolicán gritaba “Pega Martín, Pega”. Esa noche no dormí bien. Me desperté cada dos horas pero no quise decir nada. Nunca me creyeron los miedos de pieza que tenía y sé que no iba a ser la primera vez.
Había pasado una semana desde el día que vi a la Karen. La hermana de Ariel había tenido que ir con su mamá al trabajo porque su padre no pudo llevársela a su casa. Cuando la vi recordé un lugar donde había una flor amarilla que quizás le podía gustar. Corrí mucho y desabroché mi cotona para que pareciera Superman y para que ella se diera cuenta de que existía. Corté la flor y se la llevé. Cuando se la entregué le dije que era tan linda como la flor y que me gustaba. Se demoró en responder porque ella sabía mejor que yo lo que eso significaba. Cuando me dijo las cosas que, según mi madre te hacen crecer, prometí a mi mismo que nunca más me iba a dejar perder en los detectives.