martes, abril 24, 2007

Cuando Dios quiere hacer llover, y no puede, se le hace un nudo en la garganta

Cuando miré al cielo había dos nubes con forma de algodón de dulce. Tenían hasta el palito con qué afirmarlas. Le dije a Beatriz que faltaba el carrito del tío Omar para que pareciese la esquina de la casa. Ella se rió solamente y me tomó de la mano.
Los paseos eran algo habitual. Habíamos cambiado hace poco la plaza Sta Ana porque ni ella estudiaba allí ni yo estaba dispuesto a juntarme tan lejos de la Universidad. El lugar neutral era la Alameda, el bandejón central frente a la farmacia de turno donde el guardia parece periodista de farándula porque nos mira y se queda pegado mucho rato, como queriendo escuchar lo que hablamos. Yo no lo miro mucho. Me desespera un poco.
Hace una semana que no veía a Beatriz. Cuando uno entra a estudiar los tiempos se reducen y las brechas personales se agrandan. Mamá solía decir que la amistad era como una flor que había que regar todos los días y que, eso significaba llamar y juntarme con la gente. Mamá es sabia pero tiene formas de decir las cosas como poetisa de radio am.
Cuando dijo que había ‘algo importante que hablar’ comenzó a sonar ‘Maybe i’m amazed’ de Paul McCartney y seguí la música. Miré al cielo y entendí que, aunque los meteorólogos se equivocan muchas veces, el día que no les creo justo tienen razón. Estaba atardeciendo pero no se veía el sol. Las nubes tapaban todo y hacía frío.
Beatriz dijo cosas que me hacían temblar. Me preguntó si estaba bien y le dije que si, que había dejado la bufanda en la casa y que eso me hacía tiritar.
Recuerdo que la última vez que había muerto me pasaron muchas imágenes por la cabeza. Ahora me pasaba lo mismo y supe que era hora de mi entierro.
Beatriz dijo las palabras mágicas, esas que cambian el mundo y lo giran en muchos grados. Sentí que algo se agrandaba en mi y que debía dejar de fumar. Era como subir 20 pisos corriendo y llegar al final y no encontrar lo que buscaba. Todo lo miraba con neblina.
Me dio 5 abrazos, 23 palmaditas en la espalda y pasó su mano 14 veces por mi pelo antes de tomar la troncal que pasa por la plaza Don Bosco. Me puse a caminar hasta que se perdió en el camino. Nunca miró para atrás. Era su estilo de despedida. Ya lo conocía.
Cuando caminé hacia el paradero mucha gente abría sus paraguas. No llovía pero estaba a punto de hacerlo. El frío penetraba en los abrigos más gruesos y el tío que duerme en la escalera del metro estaba sentado, amarrando sus piernas con sus brazos y su cabeza en medio, como haciendo un rollito de él mismo. Yo caminaba y miraba. Era lo único que podía hacer.
Tomé la micro y llegué en 15 minutos a casa. Mamá preguntó cómo me había ido y le dije que bien, que estaba cansado solamente y que tenía sueño. Fui hasta la pieza y me acosté rápidamente. Recuerdo que antes de morir por tercera vez en mi vida lo último que pensé era que, aunque quería que lloviera torrencialmente, algo impedía que eso pasara.

2 comentarios:

~ dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Te postearé solo para que te des cuenta que realmente me encantó este texto y que es segunda vez que lo leo.
Porque cuando a uno no le postean se siente mal.

Te quiero una cachá.-