sábado, diciembre 30, 2006

Mi Papá es un Ratón

Mi padre nos despertaba en la mañana. Se levantaba antes que nosotros porque tenía un horario que no nos favorecía. Salía a las 6:30 de la mañana todos los días y acostumbraba llegar a las 11 de la noche, cansado, con las manos negras y con su polera sin mangas toda sudada. En toda época del año era así. Si no eran gotas de sudor era la lluvia que tenía que soportar desde que se bajaba de la micro hasta llegar a la casa. Mi hermano me decía que por eso yo había sido el último de la familia, porque desde que mi mamá me tuvo y éramos ya 6 los integrantes de la casa, mi papá necesitaba un trabajo que demandara más dinero y con eso más tiempo. –Los papás ya no tienen tiempo ni dinero suficiente para llamar a París ni para plantar semillitas- me dijo mientras jugábamos nintendo. Yo le dije que no importaba y que yo podría hacerlo. Que cuando fuéramos a la feria compraríamos semillas y yo las plantaría donde mi abuelo. Se rió solamente y murmuró algo con campos ajenos.
Después que mi papá despertaba, se duchaba y nos hacía a todos el desayuno. Un té con pan tostado a mi mamá, un café con otro pan tostado para mi hermano y una mamadera con leche Nido y Nestum para mi. Yo me tomaba ‘la papa’ dormido mientras que mi papá me daba un beso en la frente y salía de la pieza. A veces despertaba y me iba a la cama de mi mamá a ocupar el lado que dejaba mi papá cuando se iba. Antes que mi viejo abriera la puerta para irse, le daba cinco besos a mi mamá. Uno en la frente, uno en cada mejilla, uno en la nariz y uno en la boca. Después de eso ponía el despertador para que sonara media hora después, agarraba una chaqueta roñosa que tenía y se iba a trabajar.
Cuando sonaba la radio reloj nos levantábamos y era cosa de vestirnos e irnos. Yo ya había aprendido a bañarme solo y mi madre prefería que lo hiciera en las noches. Ella me secaba el pelo esperando a mi viejo. Me decía que me parecía a él.
Salíamos rápidamente. Mi mamá me iba a dejar al colegio y ella se iba a trabajar. Mi papá me daba cien pesos para comprarme algunos tabletones o para comer filitos. A veces juntaba esa plata y en vez de comprar suflés me los gastaba en masticables o en miti miti de fruta. Me gustaban porque me los comía en tres pasadas o me los metía todo a la boca y estaba toda la clase masticando hasta que se me quedaba pegado en el paladar. Lo intentaba sacar con la lengua y cuando lo hacía me quedaba picando la parte de arriba de la boca y era molesto. Pero valía la pena. De eso estaba seguro.
De tanto comer chicle y dulces media hora se me empezaron a caer los dientes. Mi mamá dijo que era normal, que eran los de leche y que esos, tarde o temprano se me iban a caer. Nunca supo que yo me escapaba de esos vasos con fluor que daban en el colegio porque su sabor me recordaba los jarabes para la tos.
Cuando se me cayó el diente (en rigor no se me cayó sino que mi papá me lo amarró con un hilo de extremos diente-puerta) mi viejo me dijo que lo pusiera debajo de la almohada porque iba a venir ‘el ratón de los dientes’ a buscarlo y a dejarme plata por él. Me contó una historia digna de barbie, con hadas y ratones que usan los dientes para dárselos a las señoras que se juntan con la esposa del presidente. Me puse contento porque podría comprar más dulces en el kiosco. Lo puse debajo de mi cabeza y me quedé despierto para ver al ratón cuando llegara. A los cinco minutos me quedé dormido.

Eran como las cuatro de la mañana cuando vi a mi papá prendiendo la luz y levantando mi almohada con doscientos pesos en su mano. La verdad es que no me desperté por eso sino que escuché a mi madre gritarle unas cosas a mi viejo. Lo miré y me miró con cara de ‘perdón’ y salió de la pieza a tratar de calmar a mi mamá. Nunca me gustaron los gritos y nunca los había escuchado gritar. Prefería escuchar a la Kathy Salosny presentando a los grupos con vocalistas que no conocían el ritalín y que escuchaba mi hermano cuando mis viejos no estaban. Me levanté y los dos lloraban. No me calmé porque tenía poca edad para entender qué era eso. Ni los remedios que tomaba para parar mi insomnio resultaron. Las cosas empeoraban y yo estaba en el medio, tratando de que dejaran de decirse cosas que los papás no deberían decirse. Cuando me vieron se callaron. Me di cuenta que ya no era hijo de los dos sino de uno sólo. Para mi papá era el hijo de mi mamá y para mi mamá era el hijo de mi papá. No tenía traumas y ellos estaban buscando culpables en ellos mismos. Nunca supieron que era mi primer trauma el que estaba mirando. Se sentaron. Se miraron y no decían nada. Me puse al medio y uno de ellos me abrazó. Después el otro. Ahora cada uno me quería por su lado. Cada uno me quería por separado.
Mi mamá me dijo que mi papá se iba porque había encontrado otra gente, otras que no eran como ella pero que le daban cosas que ella no podía. Mi papá me dijo que no me preocupara y que siempre me iba a querer. Yo no entendía porqué me decían eso si ya lo sabía. Mi mamá dijo que se acabó y le tiró una maleta vieja para que guardara sus cosas. Yo lloraba porque se iba, porque es como que si se te quiebra una pata y cuesta que cicatrice. Sólo atiné a ir a mi pieza, levantar la almohada y agarrar los doscientos pesos que habían para que tuviera para la micro.

martes, diciembre 26, 2006

Eterno Recuerdo

Años después de lo que pasó con mi abuelo en la viña vine a soñar con él. Tenía 15 años y ya había empezado la pubertad. Estaba lleno de granos, de espinillas, de puntos negros. Tenía una mano más grande que la otra y me encerraba en el baño por 15 minutos cada tres días. Uno cree que las mamás no se dan cuenta de eso pero, cuando cumplí 20, mi mamá me dijo que todo el mundo sabía a lo que iba. Me dio vergüenza.
La noche que soñé con mi abuelo lo veía vivo. Obvio. Nadie conversa con los muertos. Estaba en su silla favorita, en la bodega. Estábamos todos los nietos en un semicírculo, sentados como nos había enseñado la abuela. –Pónganse como gitanos, crucen las piernas- Antes que mi abuelo comenzara a narrar sus historias yo me puse a contarle las arrugas. Apuntaba cada una con el dedo y le decía a Mauricio, mi primo de punta arenas que ahora se hizo paco, que yo podía sacar la edad del abuelo con sólo saber cuántos pliegues de piel tenía. -75 años tiene- le mentí. Yo me sabía la edad de mi abuelo pero quise hacerme el interesante ya que en la tele le sacaban la edad a las tortugas con sólo saber los círculos de su caparazón. Me gané el título de ‘dato inútil’. Mi tío José me puso así.
El abuelo comenzaba a contarnos la vez que fue a su ciudad natal, Lebu, a visitar a su madre. Cuando llegó estaban sus hermanos, sus padres y sus primos y tíos. Se sentaron a la mesa y él les dijo que no volvería para allá, que había encontrado y comprado un terreno para hacerse una casita y vivir con mi abuela Eugenia. Era la primera vez que todos lo veían independiente y satisfecho y por eso no lo retaron. -En esos tiempos era difícil irse de la casa a buscar oportunidades a la capital, la mayoría se devolvía con las manos vacías- nos decía mientras tomaba una copa, abría uno de esos barriles grandes y le echaba vino dentro. –Así hice mi primera inversión y años después planté la primera parra- nos decía y todos estábamos atentos. Tenía una forma especial de contarnos las cosas porque nos miraba a todos fijamente. Él siempre quiso estudiar teatro. Él nunca pudo estudiar teatro. Hubo un momento en que salíamos de la casa y nos mostraba nuevamente la viña y nos decía cosas del esfuerzo y que la sociedad del nintendo iba a formar gente gorda y sin futuro.
Desperté de sobresalto porque pasábamos un puente al que le faltaban palos y Mauricio me empujaba y yo me caía. Eran las 7 de la mañana y me quedé hasta las diez pensando. Era sábado y no había colegio. Me alivié y fui a buscar el diario.

Después de almuerzo mi hermano me invitó al Blockbuster a arrendar una película. Le pedimos a mi vieja que nos llevara y que pasáramos al supermercado a comprar cosas para comer. Mi hermano sacó una casata Chamonix de tres sabores, un maní marco polo y unas frito crack porque le recordaban el colegio. Teníamos mucho para comer. Nos fuimos al blockbuster llenos de bolsas. Mi hermano quería ver singles por decimoquinta vez. Yo la quería ver también porque aparecía Eddie Vedder y Pearl Jam era mi grupo favorito en ese tiempo. Nos dijeron que no estaba. Mi hermano casi se agarra a combos con el vendedor por publicidad engañosa. –Se supone que siempre hay una copia para ti- le dijo mientras lo agarraba de la chapita con el nombre. Se llamaba Carl, como en los blockbuster de Estados Unidos donde todos se llaman Carl, tienen espinillas y están enamorados de la niña linda que también trabaja ahí y que se llama Jenny. Antes que le pegara el primer combo yo saqué una película que tenía en la carátula un hombre chino con cara de perdido. Le dije que la quería ver porque si los chinos hacían películas como Dragon Ball Z, porqué no iba a hacer otras mejores. –La llevo, pero esto no les va a quitar la demanda al Sernac- le dijo mi hermano.
La película se llamaba After life y tenía letras rojas.
Esperamos a que mi mamá terminara de ver el Pase lo que pase –Porque me encanta la pareja que hace Camiroaga con la Doggenweiller- nos decía siempre. Mi mamá nos acompañó a ver la película y nos dio un color del helado a cada uno. Me tocó el de vainilla, a mi hermano el de chocolate y a ella el de frutilla. La película, a grandes rasgos tratada de que cuando te mueres debes elegir un recuerdo para atesorarlo para toda la eternidad. Lo demás se borra. Sólo un recuerdo que hay que elegir.
Cuando terminó, prendimos las luces, pusimos la película en la caja para prestársela a la vecina y mi mamá, que al igual que nosotros quedó con hambre, nos invitó a tomar once. Pusimos la mesa, mi madre hizo unas paltas y tomamos té en hoja. Pocas veces habíamos hecho vida de familia y ahora se hizo. Nos sentamos todos juntos, yo puse la comida del perro al lado de la mesa para suplir algunas ausencias recientes y mi madre empezó a hablar. Nos dijo que no había soñado con mi abuelo hasta ayer. Que ella estaba detrás de la puerta escuchando la historia que él le contaba a sus nietos (entre ellos, nosotros) y que trataba de su viaje a Lebu para visitar a nuestra abuela. Cuando mi hermano lo escuchó quedó helado. Y todos seguimos comiendo en silencio.

sábado, diciembre 23, 2006

Técnica Discovery

Había invitado a la Andrea a una tarde cultural en mi casa. Mi vieja había contratado cable hace una semana y mi viejo desde el sur me comentaba los documentales del discovery channel. En mi casa no había más plata y sólo nos alcanzaba para los seis canales del TV MAX. No importaba. Mi hermano chico estaba feliz con el cartoon network, yo alucinaba con MTV y mi vieja se aliviaba porque no pasábamos tanto tiempo en la calle.
Tenía todo listo para cuando llegara la Andrea. La conocí hace cinco meses, fortuitamente en uno de esos eventos donde hablan de libros y la gente exclama porque el autor dice cosas comunes pero en su boca se oyen bacanes. Hace dos meses que estábamos juntos. Recuerdo que nuestra primera conversación fue acerca de viejas feministas y de leucémicos contemporáneos. Era maniática de todo y eso me gustaba.
Esta era la primera vez que venía a casa y había que recibirla bien. Compré algunas cosas en el supermercado y saqué los diarios con los que secábamos el pichí del perro. El diagnóstico de mi casa era perfecto y las expectativas: una tarde genial.
Cuando llegó la Andrea la recibí con un beso en la mejilla. Mi madre me estaba mirando y a veces, con esto de lo complejos que los psicólogos sacan de la Biblia, me daba vergüenza un beso más apasionado. Menos mal que la Andrea no se molestó.
Nos sentamos en el sofá negro y a la hora del documental prendimos la tele. Estaba empezando un programa que me gustaba porque hablaba de plantas y yo quería ser agrónomo como mi tío. Quizás porque quería ser dueño de un campo para vivir tranquilos con ella.
La Andrea se acomodó en mis piernas y yo me puse detrás de la cabeza el cojín que ella me tejió. El programa trataba de unas plantas a las que le ponían unas máquinas para saber si sentían algo. Era increíble porque fue como si yo estuviera ahí, hablando en inglés y apretando botones con hartas luces. Lo mejor del documental fue cuando mostraron que las plantas presentían algún peligro, como cuando la iban a matar. Era como un mecanismo de defensa donde expulsan muchas cosas de si mismas.
Cuando terminó vi que los ojos de la Andrea se ponían rojos. No pensé que se iba a poner así. Era sólo una planta mutilada. No era nada como la muerte del papá de Simba ni lo de la mamá de Bambi. No era para tanto.
Cuando la fui a dejar al paradero me apretó fuerte la mano, se puso a mi izquierda y antes de subirse a la micro me susurró algo al oído.
Cuando llegué a casa fui al patio de atrás y me acosté sobre el pasto, al lado de los gladiolos y las rosas, debajo del ciruelo y del limón. Me acosté ahí, los miré a todos y les pedí que me enseñaran a hacer lo que ese día vi en televisión.

jueves, diciembre 21, 2006

CASA DE CAMPO

Fui al campo de mi abuelo Alberto a pasar las vacaciones del 94. En ese tiempo tenía ocho años y mi hermano me enseñaba a escuchar Nirvana y me decía que él se iba a suicidar a los 27 como los grandes de la música. Yo le decía que si y movía la cabeza como los monos que veía en MTV que decían cool y tenían una polera que me gustaba porque decía lo mismo que el transformador del nintendo.
Cuando llegamos a la casa de mi abuelo vi lo grande que podía ser un campo. La verdad es que a mi poca edad no entendía bien porqué no nos íbamos a vivir allá y dejábamos la casa que teníamos en la gran avenida. Acá era bacán porque pasaba de todo y allá no había nada más que aviones que no me dejaban escuchar a Epidemia los días domingos. Mi abuelo, cuando me vio, me dijo que lo acompañara a dar una vuelta para conocer el lugar. Mi mamá me puso un jockey y harto bloqueador solar. Me parecía a Robert Smith pero en miniatura. Mi abuelo me tomó de la mano y fuimos a una viña que tenía atrás del granero. Me dio unos huevos de colores y, cuando llegamos a un túnel de palos y hojas verde claro, me dijo que de ahí se sacaba el vino. Lo recuerdo muy bien porque cuando intentó sacar una uva se agarró el pecho y se fue para atrás. Fue todo en cámara lenta, como años después vería en matrix. Cayó de la banca y se puso de todos colores. Me puse de rodillas y le empecé a mover la cabeza. Me acordé de Baywatch y le empecé a dar besos como esos para que pusiera respirar. No pasaba nada. Mi abuelo tenía una cara psicodélica que cambiaba de colores y yo no podía hacer nada. Me tiré al suelo también e intenté abrazarlo. Me acosté a su lado y le canté ‘cambalache’ que era su tango favorito. Tenía 8 años pero entendía que cuando uno está en las últimas quiere morir feliz y eso intenté hacer. Quizás no había muerto de un balazo en la cabeza ni de sobredosis de aspirinas, quizás no había muerto joven ni había pensado terminar así. Pero a pesar de eso mi abuelo era grande. No era un rockstar ni usaba el pelo largo. Es más, me hablaba de que me cortara el pelo. Era grande igual porque quería enseñarme cosas suyas para que yo siguiera haciendo lo mismo. Por eso mi nombre también. Igual que el de él para que no se perdiera la tradición. Cuando lo veía cayendo pensaba en las últimas palabras que me dijo y quizás ahora, con más años de diferencia y con las preguntas que le hice a mi madre unos años después, esas palabras marcaron lo que quise siempre ser. “De aquí se saca el Cabernet Sauvignon” me dijo mientras caía el viejo Alberto y sentía que algún día iba a tener que hacerme cargo de todo esto.

Ninja tortugas adolescentes mutantes

Tenía como seis años cuando me dio mi primer regalo. Lo había esperado con ansias porque no era solamente ver una película sino que era la oportunidad de conocerlo más a fondo. Mi padrino era joven y como todos los teenager no tenían plata como para regalarme una pelota de fútbol o una camiseta de la U. Quizás yo lo sabía y por eso estaba contento, porque no esperaba nada más que una butaca limpia y una hora y media de diversión.
Pasamos donde la tía Emilia a buscar cosas para comer. El almacén de la tía era gigante y me gustaba ir porque me regalaba el helado que había salido recién al mercado y los chocolates que me gustaban. Me fui de ahí con una bolsa llena de chubis. Eran mis chocolates favoritos y mi tía se daba la molestia de hacerme tortas con ella.
Cuando llegamos al Plaza Vespucio me encontré con lo más grane que había visto. No conocía los mall, porque yo no vivía en el barrio alto y allá si había cosas como esas. Lo sé porque mi hermano mayor frecuentaba el panorámico y el apumanque. –Perrits, yo me voy a ir a vivir allá. No hay nerds ni nada. Son todos cool y hacen cosas de gente cool. Mi hermano nunca supo acostumbrarse a vivir en las afueras de Santiago y trataba de ir lo más posible para que los vendedores lo conocieran y pensaran que era de allá. Mi hermano era de los que veía Beavis and Butthead para poder tener un vocabulario acorde con sus tiempos. En la casa de mi abuela había cable. En mi casa apenas se veía el canal 7 con la Sony trinitron de 14 que teníamos en el living.
Cuando llegué al cine mi tío no tenía buena cara. Había elegido el lugar más cerca de la casa donde habían cines porque mi viejo le había dicho que si me pasaba algo él iba a pagar. –Te cuelgo de los cocos si algo le pasa a mi hijo. Y si teníamos que escapar, entre más cerca de la casa era mejor. Yo nunca supe eso hasta unos años después que mi viejo me lo contó como preámbulo para decir que mi tío se había ido de viaje y se había olvidado de mí. Me acuerdo que en la cartelera había un letrero gigante que decía ‘CINEMARK 6, PLAZA VESPUCIO’, todo en rojo. Mi tío compró las entradas y no sé si yo pagué. Quizás era una excusa por mi cumpleaños que él fue al cine.
Vimos las tortugas ninjas sentados en la mitad de la sala. No recuerdo nada de la película porque me la pasé comiendo chubis mientras estaba ensimismado con la grandeza de la pantalla. Sé que eran tortugas con nombres de gente vieja que vivió hace muchos años y que fueron conocidos porque pintaban monstruos con brazos de más –Como el logo de las farmacias ahumada, me dijo un compañero de curso cuando ya era más grande.
Salí de la sala alucinando con las luchas y con las cadenas que usaba una tortuga para defenderse. Un ‘coscacho’ me calmó y supe con eso que sería un cobarde toda mi vida. No sé porqué terminé arriba de una micro rumbo al aeropuerto. Pensé que iríamos a ver otra peli. Mi tío compró un ticket y yo le pregunté si ahora él iba a ver una película solo. Me dijo que me quedara callado y que no le contara a nadie que iba a ser protagonista de una película familiar donde quizás podía haber muchas lágrimas y despedidas pero ningún pañuelo al aire ni escenas como las de ‘Casablanca’. Me sentía emocionado porque mi tío iba a ser famoso y lo iba a ir a ver al mismo cine donde me llevó ese día. Esa emoción duró solamente hasta que, cuando llegué a casa, me tuve que quedar en mi pieza escuchando como comenzaba a rodar la película que nunca pude ver. Y a nadie le gusta que le cuenten lo que pasó.